Es una pregunta recurrente que me atormenta desde el inicio de mis tiempos.
¿Por qué escribo? Y solo acierto a responderme que, en gran medida, lo hago
porque fracaso.
Desde el humanismo y primeros albores de la Modernidad, la acción de escribir
se considera como una toma de conciencia entre el ser y el deber ser; entre la
realidad y el ideal. Se escribe porque se pretende una transformación de la
realidad para aproximarla a un ideal. Acción destinada per se al
fracaso, entendido este como insatisfacción subjetiva sobre el resultado
final.
Pero en realidad, con relación al fracaso, lo que habría que considerar es que
éste puede estimarse, bien a nivel individual (personas que fracasan en su
vida o en alguna dimensión de esta), bien a nivel de grupo o colectivo
(fracasados y por ello excluidos y marginados). Y ambos niveles suelen
cruzarse de forma inextricable. Sobre todo, cuando se refieren al fracaso
político. Es decir, el individuo que se siente fracasado debe ser consciente
de que no es justo culparse solo a sí mismo de su fracaso, ni tampoco es
razonable exculparse de todo atendiendo solo a la fuerza de los contextos y a
los condicionantes externos. Ambos fracasos suelen retroalimentarse entre sí
de manera harto compleja.
Aclarados estos conceptos sobre el fracaso, la pregunta procedente sería: ¿Qué
consideramos como fracaso en nuestra vida personal? Pues en la mayoría de las
ocasiones, el fracaso lo entendemos como una falta de éxito. Entendemos que
fracasa el que no triunfa, considerando el triunfo solo en forma cuantitativa:
notas, puntos, calificaciones, clasificaciones. Un enfoque pobre y en muchas
ocasiones enfermizo. Hoy se mide a los individuos exitosos a través de los
números: los euros que posee en el banco, los seguidores que tiene en redes
sociales, las hectáreas que mide su parcela, los kilos con que adorna su
propio cuerpo, poniendo a un lado de esa especie de arco del triunfo, el
éxito, y en el extremo opuesto, el fracaso. Es una forma de medir el fracaso
materialista y malsana propia del rebaño de acémilas en que nos hemos
convertido.
Pero frente a esa idea de fracaso podemos oponer una idea de vivencia en el
tiempo y de la propia subjetividad. Una práctica en la que uno se evalúa o se
lee a sí mismo en relación a los paradigmas que se otorga. Montaigne
identificaba lo esencial de la condición humana en su constante posibilidad de
fracasar. Pascal entendía el fracaso en términos de debilidad y límites al
entendimiento. Otra forma de interpretar el fracaso, o escribir desde el
fracaso, es hacer historiografía: disciplina condenada al fracaso
metodológico, porque surge de sesgos subjetivos dependientes del contexto de
quien escribe. Un feliz fracaso que posibilita revisar continuamente el pasado
e investigarlo de nuevo.
Es, por tanto, cuestión subjetiva la idea y aceptación del propio fracaso,
especialmente literario y/o artístico. Uno puede considerar el fracaso como
algo mensurable sometido a la noción de éxito. Pero también puede considerarlo
desde otra perspectiva, sobre todo cuando se escribe novela, sin otorgar
concesiones a la mentalidad productiva; una consideración del fracaso que
excluye el marco de cuantificación para considerarlo como una cuestión
existencial, narrativa y vital.
Yo no sé si mi intelecto llega a alcanzar la capacidad de entender el fracaso
literario desde esa segunda perspectiva, pero sí sé que en mi caso, escribir
es una experiencia vital que surge de la convicción de ser consecuente con mi
propio paradigma ético y moral.
Y así, para acabar con énfasis este post, y parodiando al inefable Álvaro de
la Iglesia en su satírica “La Codorniz”, debo decir que sintiéndome
consecuente en mi experiencia y hacer, me importa un “mojón” vender libros y
que me lean o no. Sin más literaturas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por comentar...